Storyville

En aquellos primeros años del siglo XX, Nueva Orleans tenía su propio barrio rojo, los burdeles se ofertaban en libritos azules por 25 centavos, dedicados en su mayoría al disfrute del hombre blanco, cada uno con su madame, que hacía alarde de las veleidades que entre sus paredes se podían encontrar, eso sí, distinguían entre los colores de la piel a modo de índice, sus salones más humildes, eclosionaban sobre todo con soldados retornados, marineros de paso, trabajadores que disfrutaban tras recibir sus salarios de la compañía femenina… o no… Los burdeles con cierta categoría poseían una clase de prostitución tres en uno, las chicas eran amantes, camareras y si se daba el caso cantantes al más puro estilo vaudeville, las dueñas olían a perfumes caros, a whisky de contrabando y a cigarros manufacturados por algún cultivador ilegal. No era un barrio en sí, pero tenía sus propias reglas y sus propios dueños y a los gobernantes les venía bien que toda la vileza del ser humano estuviera recluida alrededor de Basin St., fuera de la vista del buen hombre temeroso de Dios. De aquellas casas del placer salieron grandes músicos y los burdeles de cierto renombre, como los de Josie Arlington, Lulu White o Willie Piazza, entre otras, eran poseedores de bellezas negras, mestizas y alguna que otra blanca criolla, preparadas de 8 a 4 para cualquier terrateniente o banquero blanco que quisiese vaciar sus bolsillos, entre sus filas también estaba «el profesor», un pianista que acompañaba a las chicas cuando cantaban, con una habilidad singular para conocer lo último del Tin Pan Alley o Ragtime hits, algunos llegaron a tener cierto renombre como Jelly Roll Morton, Manuel «Fess» Minetta, o el mismísimo Louis Armstrong… y cuando Storyville cerró sus puertas emigraron a Chicago a St Louis o a New York, de esos salones salieron nombres como Lizzie Miles o su medio hermana Edna Hicks, Ann Cook, Rosalind Johnson o Mamie Desdunes, cuentan que en el Mahogany Hall, Rosalind Johnson tocaba cada media noche «When the Pale Moon Shines» mientras la madam, Lulu White, descendía triunfal la gran escalinata del burdel. A excepción de Ann Cook, no está documentado que todas ellas trabajaran como señoritas de compañía, pero sí fueron un reclamo, y las madames hacían gala de sus capacidades musicales para atraer a más clientela, como decía Willie Piazza en un anuncio del «Blue Book»: «If you have the «blues» the Countess and her girls can cure them». Romanticismos a parte, el Blues es tristeza, es herida, es lamento, es olor a tabaco rancio, es sudor, es esclavitud…. De origen francohaitiano, hija ilegítima, casada varias veces y con una capacidad musical innata, casi autodidacta, y pese a que un accidente le arrebató varios dedos de la mano, uno de los progenitores del Jazz Roll Morton, recuerda a su vecina de Clara St, como una incansable pianista «All day long, when she would first get up in the morning”, y que era capaz de fusionar el más típico Ragtime con el ritmo de una habanera. Ella fue la inspiración que le hizo navegar hacia el Jazz, el primer blues que escuchó, salió de sus femeninos ocho dedos; en 1911 contrajo tuberculosis, murió joven a la edad de 32 años, pero nos dejó verdaderas joyas como «Mamie’s Blues», que afortunadamente fue grabado tras su muerte por el propio Jelly Roll Morton. No podía ser de otra manera, New Orleans, esa maravillosa ciudad que me enamoró y se quedó bajo mi piel, con sus luces y sus sombras, sería el primero de mis destinos, y un nombre:
Mamie Desdunes.